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Todo comienza con una descarga como de electricidad que le recorre de pies a cabeza, esa molesta sensación de ser una extraña en su propia piel. Le entra una urgencia de moverse, de sacudirse de hacer algo, pero ¿qué?
Corre a la regadera y abre la llave, se mete en el agua sin más, con la mitad de la ropa aún sobre su cuerpo. Mala idea: el agua fría le oprime los pulmones y la sensación de asfixia comienza. Cada inhalación se termina sin completar su cometido, se va sintiendo sofocada y aumenta el ritmo de la respiración sin poder contener el miedo. Inhala, exhala, una, dos, tres mil veces pero el miedo se va convirtiendo en pánico.
Se arranca la ropa con desesperación, se sienta en el piso abrazando sus rodillas y las lágrimas que salen de sus ojos se disfrazan de gotas de agua resbalando por su rostro. Con la respiración entrecortada siente el agua caer también sobre su espalda, ya no está fría, más bien tibia. El cabello le cae en mechones sobre los hombros y la frente. Comienza a sollozar, primero muy bajito pero cada vez más fuerte hasta que un grito se le escapa desde lo más profundo de sus entrañas.
Su mente se mueve rápido, pensamientos, sensaciones, recuerdos… Se imagina a mucha gente rodeándola, mirándola ahí, patética figurilla subhumana, tratando con fuerza de arrancarse la piel con las uñas, jalándose el cabello, dando golpes con los puños en la pared. Quiere hacerse daño. Si, el dolor aleja un poco los pensamientos.
-¿Porqué?
-¿Porqué qué?
-¿Porqué a mi?
Como quisiera estar con alguien, alguien con quien hablar, a quien contarle lo que le pasa, lo que siente, alguien con quien compartir esa incomprensible angustia, alguien que la abrace mientras llora y le diga que todo va a estar bien. Pero está sola, ¿a quién podría contarle todo esto? ¿cómo explicar que llora, grita y se asfixia dentro de sí misma? Piensa en su madre y quisiera que aún tuviera el poder de consolarla como cuando era niña. La llama entre sollozos pero nadie responde. ¡Qué soledad!
A los sollozos le suceden luego las arcadas y, casi sin darse cuenta, el reflejo por tanto tiempo controlado se libera vomitando rabia, miedo, angustia y soledad. Ahora se siente culpable sucia. Toma el jabón y la esponja y comienza a tallar con fuerza cada parte de su cuerpo, hasta enrojecerse. Si le fuera posible se lavaría también por dentro. Quiere borrarse, enjabonarse, enjuagarse y escurrirse por la coladera…
Se da cuenta que la respiración ha vuelto casi a la normalidad. Se pone pie y se le doblan las piernas. Ya no tiene fuerzas. Con mano temblorosa cierra la llave y se envuelve en una toalla, con paso tembloroso sale del baño y se dirige a la habitación. Se tumba en la cama mirando al techo. La cabeza le da vueltas, le zumban los oídos y la vista nublada se aclara poco a poco.
Después de un rato indeterminado se incorpora con esfuerzos, se viste y sale a la calle con la piel aún enrojecida debajo de la ropa, pero con la máscara bien puesta, esa bonita máscara de la gran sonrisa que todos aman.
Sale a la calle y sigue viviendo sobreviviendo no muriendo.